Desde finales de agosto, empecé a ver cómo se asomaban tímidos, los vendedores de artículos patrios en las esquinas. Eso me hizo pensar que, desde que recuerdo, me ha chocado un poco que me obligaran a rendirle culto a la bandera, la patria, mi tierra, la ceiba, la monja blanca (que nunca he visto en vivo, igual que el quetzal),los inditos (así les dicen, como si en chiquito importaran menos, y que solo son bonitos de ver en actos cívicos o en día de la Virgen de Guadalupe), las tortillas y el frijol. Aun así, en cuarto primaria, como parte de un concurso, me aprendí un poema completo del peruano Enrique López, lo declamé en público y gané un premio. Recuerdo solo partes, algo como:
La Bandera es palma heroica,
la Bandera es arca santa,
que en las manos de los pueblos
une el Dios de las batallas;
Sol bendito que en la noche
del destierro se levanta
y nos trae en cada rayo
mil recuerdos de la patria.
Dudo que cualquiera de los que estuvimos allí ese día lo hayamos entendido, pero hasta hoy (tal como me pasó en la primera comunión, que estaba tan nerviosa que me aprendí ese versículo que dice «en aquellos días, Moisés bajó del Monte Sinaí y refirió al pueblo todo lo que el Señor le había dicho y el pueblo le contestó a una voz: haremos todo lo que nos pida el Señor), no he podido sacarme sus estrofas de la cabeza.
Sin embargo, me gustan los símbolos que me hacen sentir que este país es mío. Pienso en Miguel Ángel Asturias y me pongo una mano en el pecho a la altura del hombro. Las letras de Denise Phé-Funchal, sus Buenas costumbres y su Ana Sonríe, Ronald Flores y The señores of Xiblablá me van a acompañar hasta el día que me muera, por lo importantes que fueron cuando vinieron a mí. A Virgilio Rodríguez Macal le agradezco el viaje a Jinayá, aunque me haya dejado el corazón destrozado cuando le ayudé a enterrar a orillas del Río Pasión a Carazamba. Paso por las calles del Cerrito, veo una bolsa revolotear cerca del piso y pienso en Vania Vargas y sus Habitantes del aire. Llego a la calle de Tasso y pienso en María del Rosario Molina y en cómo su columna me hizo querer ser columnista. Me hace falta una ametralladora de esas de diez metros para tirar un cuete por cada gota de luz que escribieron Luis de Lión, Irma Flaquer, Alaide Foppa. El himno quisiera cambiarlo de una vez por aquel verso que dice «Vamos, Patria, a caminar, yo te acompaño» que el buen Otto René Castillo (Otto, como mi padre) firmó con sangre en la eternidad. Quiero que todo el mundo conozca Soledad Brother, de Payeras y que compartamos ese desánimo, esa tristeza. Quiero hacer del Teatro Nacional de Recinos mi bandera y volver el San Sebastián y La muerte, de Eny Roland Hernández, su escudo. Quiero llenar el cielo con el canto de pájaros que es Ak’abal y contar la historia con la mano del Bolo Flores. Paro de contar, que me falta espacio para honrar a cada uno de los artistas que me han hecho tierra fértil en este país que amenaza siempre con volvernos sequía.
He entendido tarde el poema del peruano. Los símbolos son los rayos de luz que en esta tierra oscura nos permiten aferrarnos al terruño. Qué bueno que les sirva la bandera para querer al país. Algo nos tiene que mantener a flote, pero, si no les molesta, prefiero mis símbolos, artistas, palabras, personas.