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QUETZALTENANGO
Diario de Los Altos

Tacita de Plata

EL FANTASMA DE LA CHAYO Y LA MUERTE DE LA COCHA BRUJA

Cuando era niño, el duende, la siguanaba, el cadejo y la cocha bruja, eran los que primero llegaban a los velorios en boca de los mejores contadores de cuentos de mi tierra, es decir, la Chiquimula de antaño en la que yo nací.

Viejo y nostálgico, muchas veces con una lágrima atorándoseme en la garganta, me escapo por la ventana de mis recuerdos a los lejanos días de mi niñez, y recorro las polvorientas calles de mi viejo barrio, torcidas y polvorientas, de bulliciosas pilas públicas y hombres nobles y rudos con sombrero de palma y caites de “tres puntadas” que se reúnen en la esquina de los “barbachos”, en el “bordo los Martínez” y en la esquina del callejón de don Maco Cerritos.

Y me veo en medio de ellos, escuchando sus voces, y observando con detenimiento todos sus gestos, porque, costumbre al fin, los molinecos de antes hablábamos más con gestos que con palabras.

De pronto, ya no estoy en los famosos “peladeros” de antaño, sino en el velorio de la Chayo, la segunda esposa de mi abuelo.

Ha caído la noche y la gente se acomoda en el corredor y en el amplio patio de tierra. Hay un árbol de morro junto al cerco de piedra, a pocos metros de la puerta de trancas, un árbol de cuajilote y un “palo de huevo” lleno de frutos.

Las mujeres llevan sobre la cabeza sus viejos “tapados” y “madrileñas”; casi todas llegan vestidas de negro. Mis tías ya le han tirado agua de cal y ceniza a las plantas para que no se sequen con el ijillo. Tía Nefa llora inconsolable. ¿La Nefa? Si, la tía Nefa, la que nació enfermita de sus canillas.

Y allí están los hombres nobles y rudos de los que hablé al principio. Han trabajado todo el día en los campos cubiertos de sol. Ya llegaron los Ortega, los Pinto, los Morataya, los Linares, los Lemus, los Ruiz y los Villela que, por montones, salen como “curuncos” por todos los callejones.

Las mujeres pispisean el rezo frente a una mesa de pino con un mantel blanco donde está tendida la Chayo. Le han cruzado los brazos sobre el pecho y le han taponeado la nariz con un algodón untado con agua de cal. Un cristo de madera que no se sabe quién lo llevó contempla compasivo la escena donde la familia llora.

Yo no quería ir al velorio de la Chayo de Papá Joncho. Rogué, lloré, supliqué, y volví a llorar para que mi mamá no me llevara, pero no pude convencerla. Su no era no. No quería ir por lo que me había sucedido en la tarde.

He aquí lo que pasó:

Cuando llegó a nuestra casa la noticia del fallecimiento de la segunda esposa de mi abuelo, como es natural, hermanas y hermanos corrieron a la casa donde estaba tendida la difunta.

De un momento a otro comenzaron a llevar grandes ollas para cocer el maíz. Mis tíos andaban por las vegas trayendo las hojas para los tamales. Bajo la sombra de un palo de “chaparro” que estaba junto al corral, había dos coches capones colgados. Dos hombres los destazaban.

No sé si alguno de mis lectores ha visto el fantasma de una persona muerta. Yo sí. El fantasma de la Chayo también lo vio mi mamá y dos mujeres más que estaban ayudándole a cocer el maíz para los tamales.

No quería ir al velorio, porque yo vi viva a la Chayo después de muerta.

Después de andar correteando por el patio con algunos de mis primos, llegué donde estaba mi mamá y le dije que me diera un guacal con agua para calmarme la sed. De repente levanté la mirada hacia el corredor y allí, parada, como si nada hubiera pasado, estaba la Chayo, mirando las vueltas que daba la gente.

¡La Chayo! ¡La Chayo, mamá! ¡Mire, la Chayo está en el corredor!

Las mujeres corrieron a ver, sin embargo, la difunta seguía tendida en la mesa, con las manos cruzadas sobre el pecho, con el rictus de la muerte dibujado en los labios.

A eso de las ocho de la noche aparecieron los naiperos y los contadores de cuentos. Seis o siete ruedas de jugadores había en patio jugando conquián. Con un palo, Lauro “Calandria” espantaba los chuchos que se peleaban a muerte por la sobra que había quedado en una hoja de tamal.

––¿Cuál cuento quieren que les cuente? ––dijo Chus Ruiz––. ¿El del caballo de siete colores, el de la siguanaba o el de la cocha bruja?”.

––¡El del caballo de siete colores! ––dijimos todos.

Luego contó el del hombre que se convertía en mono, el del sisimite y el de la siguanaba que salía bajo los arcos del puente.

Antonio “cusuco”, que estaba a su lado, nos dijo que agarrando por el camino de José “cheje”, mi hermano y él iban al Tacó a rezar la oración del puro todos los viernes a las doce de la noche.

Hace siete décadas que dejé de ser niño. ¡Cuánta nostalgia hay en mis recuerdos!

En aquellos lejanos años había en mi barrio muy buenos contadores de cuentos y estos tenían en su repertorio los famosos cuentos de miedo que llegaron a nuestra época de boca en boca y de generación en generación y que tuvieron por escenario las moliendas, los caminos oscuros y desolados, los cementerios, las casas abandonadas, las pozas de los ríos, los puentes del ferrocarril, la iglesia vieja y la poza del jurgayón, sin dejar de mencionar por supuesto, las cruces de los matados y los gritos espeluznantes de la siguanaba que se escuchaban en los copalones camino a Shororaguá.

Yo tendría a la sazón doce años. Y como decían las viejitas de antes, todavía no había “emplumado”. Pero, muchacho al fin, nunca faltaba en los velorios, no tanto por acompañar al muerto, sino por comer tamales y escuchar los cuentos de miedo que eran mis favoritos.

Mi viejo me tenía prohibido llegar más allá de las diez de la noche, pues en aquellos dorados tiempos no se consideraba correcto que un muchacho de mi edad anduviera vagando por las calles y mucho menos a tan altas horas.

Absortos en la narración estaba, cuando don Juan Cerritos le dijo a Mundo Sintúj:

––Dicen que allá por la esquina de la casa de don Chus Ruiz sale la cocha bruja”.

Se lo dijo a Mundo, pero me miró a mí. Todos sabían que yo era miedoso.

––Así dicen ––dijo Maco “Picardía” ––. La Tona de don Froilán asegura que todas las noches la oye roncar y que a Jorge de la nía Yoya lo siguió hasta el Tacó.

En aquellos lejanos años la luz eléctrica llegaba de Zacapa y los encargados la cortaban a las nueve de la noche, y solamente cuando alguna autoridad del gobierno estaba en Chiquimula la dejaban un poco más tarde.

––¿Ya se va a ir don Cirilo? ––le pregunté.

––No, Juanito, todavía no ––me contestó.

––¿Y vos, Mundo? ––le pregunté a Mundo Sintúj––.

––No, vos, todavía no ––me dijo––.

––¿Qué hora serán, don Maquito?

––Las doce menos cuarto ––me respondió.

Cuando oí decir a don Maco que eran las doce menos cuarto de la noche, ¡Santo Dios!, sentí que se me aguadaron las canillas, pues ya me imaginaba la mecateada que me iba a dar mi viejo por llegar tan tarde a casa.

Cuando salí a la calle, la oscuridad era tan espesa que casi se podía tocar con las manos. Sobre la frente del cielo, un lucero titilaba en la distancia, como haciéndome de ojitos.

Me encomendé a Dios, me persigné tres veces seguidas, y haciendo la señal de la cruz con una mano echada hacia adelante y la otra hacia atrás, comencé a caminar por el callejón de la nía Lupe Monroy. Cuando llegué a la casa de la nía Lina García, ya eran los doce cabales.

Un sudor helado me bajaba por la espalda; sentía que el corazón ya se me salía del pecho por causa del miedo. Minutos después logré llegar a la esquina de la casa de don Jesús Ruiz y literalmente me quedé paralizado. Allí, frente a mí, como a diez metros de distancia, estaba la cocha bruja, roncando y revolcándose en el lodazal.

––¡Santo Dios, la cocha bruja! ¡Ave María purísima! ¡Padre Nuestro que estás en los cielos! ¡Socórreme Virgen de los desamparados! ¡Ven mi ayuda Ángel de la Guarda! ¡Las tres Divinas Personas! ¡Jesús, María y José!

Bajé todos los santos del cielo y todos aquellos que pude recordar del Almanaque Bristol, pero nada. El miedo me estaba matando.

Como hace ya tantos años de lo sucedido, no recuerdo bien si fue que me oriné o qué otra cosa peor me pasó, pero de lo que sí me acuerdo como si hubiera sido ayer, es que algo calientito me bajó por las mangas del pantalón y que otro día mi mamá me dijo que yo era un cochino y que si lo volvía a hacer me iba a mandar a vender piedras, que era el castigo que se imponía en aquel entonces a los patojos, cuando alguno se orinaba en la cama o se hacía “popis” en los pantalones.

Quería gritar y la voz no me salía. Quería salir corriendo y las piernas no me respondían.

De repente, la cocha bruja me sintió: dejó el lodazal y comenzó a caminar hacia donde yo me encontraba.

“¡Santísimo Dios, ya me ganó esta cocha maldita!”, pensé.

Cuando llegó cerquita de mí, el animal comenzó a “josearme” y a chillar como cuando sienten un olor muy feo. Era tanto mi miedo, que a la cocha yo la miraba del tamaño de un burro, con ojos de fuego y echando humo por el hocico.

A punto de desmayarme estaba, cuando, sin quererlo, metí la mano en la bolsa trasera del pantalón y saqué la honda de hule “doce” que en aquellos tiempos de muchacho pajarero jamás me faltaba.

––Me vas a ganar, pero también te vas a morir cocha remaldita ––le dije a punto de llorar––, mientras estiraba la honda con una piedra de playa bien redondita puesta en la badana.

La cocha que levanta la cabeza y yo que le zampo el tetuntazo. ¡Uiiiic!, hizo, doblándose para atrás con un ronquido largo y sordo.

Llegué a mi casa temblando y con un calenturón de todos los demonios quemándome todito el cuerpo. Los chuchos de la nía Cota Cerón aullaban corriendo de un lado a otro como locos, latiéndole a no sé qué.

Cosa curiosa: esa noche mi viejo no me pegó.

Otro día, muy tempranito, mi mamá se levantó a comprar el pan. Cuando regresó, le dijo a mi papá:

––Fijate, David que anoche, a saber qué ingrato mató de una pedrada la cocha de la Magdalena Cruz.

Desde aquella noche todos los muchachos miedosos como yo podían salir a pasear tranquilos, pues, yo, el hijo de la “Meches”, como le decían a mi mamá, había terminado de una pedrada con la leyenda de la cocha bruja.

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