A mediados del siglo XIX, Guatemala se reivindicaba como una República bien definida territorialmente tras la llegada al poder de Rafael Carrera, cuyo mandato conservador tuvo implicaciones en la aproximación de la cultura para todo el territorio nacional, prueba de ello fue el teatro construido por aquellos años. Guatemala, entonces, comenzó a convertirse en una meca artística de peregrinaje de compañías de teatro extranjeras, las cuales eran recibidas como celebridades en aquel teatro de arquitectura imponente, por no mencionar los espacios que se abrían también en las zonas rurales del país, sobre todo en Occidente.
La escena teatral estaba destinada a obras de gusto conservador, aquellos espacios teatrales se destinaban para obras clásicas y óperas de múltiples compañías provenientes de España y el resto de Latinoamérica. Si bien el modernismo llegó a asentarse en autores de la época, particularmente de narrativa como el caso de Máximo Soto Hall o Enrique Gómez Carrillo, se desconoce en gran medida su influencia en el teatro guatemalteco y, sobre todo, se desconoce aún mucha de la producción de teatro por aquellos años.
Con este contexto es que aparece en paralelo a estos sucesos la audaz Vicenta Laparra de la Cerda, quien fue una reconocida poeta guatemalteca. Durante su vida, trabajó por los derechos para la mujer, especialmente el derecho a la educación. También se caracteriza por ser la primera dramaturga guatemalteca de finales del siglo XIX. Nació el 5 de abril de 1831 en Quetzaltenango. Hija de Nicolás Laparra y Desideria Reyes. Su madre falleció cuando ella tenía 6 años, razón por la que su hermana mayor, Jesús Laparra, se hizo cargo de su educación. Fue ella quien le inculcó el amor a las bellas artes y la literatura. Desde muy joven se destacó en la poesía y en el teatro.
Aproximadamente en 1850, Vicenta Laparra realizó un concierto a beneficio de la construcción del Teatro de Quetzaltenango. Posteriormente, en 1852 contrajo matrimonio con César de la Cerda Taborga, de origen español. Con su esposo, se mudó a Santa Ana, El Salvador. Pero por razones políticas, se exiliaron en San José de Costa Rica. Allí, Vicenta fungió como directora de un colegio de señoritas. Y en 1863, retornaron a El Salvador, donde también trabajó como directora. Luego, regresaron a Guatemala en 1864.
Vicenta y su hermana fundaron en 1885 el primer periódico femenino del país, con el nombre de La voz de la mujer. Entonces, en 1894 fundó y dirigió la revista de La Escuela Normal, cuyos escritos estaban dirigidos a mujeres. El trabajo de Vicenta como escritora abarcó poesía, obras de teatro, novelas, ensayos y estudios didácticos. Se caracterizó por ser una gran defensora de los derechos de la mujer y los indígenas. En 1886, cuando nació el último de sus ocho hijos, Vicenta sufrió una parálisis, a consecuencia de esto, quedó en silla de ruedas. Desde ese momento fue conocida como «La poetisa cautiva».
El ángel caído es probablemente el texto por el que conocemos los inicios de la producción teatral en Guatemala. De hecho, Vicenta Laparra fue considerada la primera dramaturga del país por esta misma obra. Su capacidad interpretativa va más allá del lenguaje y la versificación y en este texto podemos apreciar ya las acotaciones de entradas, salidas y los gestos individualizados para cada personaje. Se trata de un drama con un romanticismo tardío que en nada se asemeja a las corrientes literarias que dominan la escena para aquellos tiempos. Sin embargo, era algo novísimo en el contexto guatemalteco, ya que la producción literaria propia del país parece escasa o indocumentada por aquel entonces. Los personajes de El ángel caído podrían parecer planos por su contexto, pero en realidad reflejan una realidad común con un entrañable sentido sentimental.
Es indiscutible que, por ser un texto como pocos para su época, Laparra tiene un énfasis particular dentro del canon dramático guatemalteco. Su producción no se limitó a este género, pero incursionar en arte interpretativo le da un podio dentro de las letras guatemaltecas. Vicenta inició un legado que tuvo su punto más álgido un siglo después, su visión escénica no era tan pulida como el caso de Hugo Carrillo o Manuel Galich, pero confrontaba la versificación como un diálogo sin par. Su construcción le permite tener un papel trascendental para el arte del país y el teatro se lo agradecerá siempre.