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Diario de Los Altos

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¿Qué fue el Plan Marshall?

El Plan Marshall fue un programa impulsado por Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial para ayudar a los países europeos a recuperarse de la destrucción provocada por el conflicto. Fue presentado en 1947 por el secretario de Estado George Marshall, y, aunque su nombre oficial era European Recovery Plan (‘Plan Europeo de Recuperación’), pronto se lo conoció como Plan Marshall.

En virtud de este plan, Estados Unidos ofreció asistencia técnica y administrativa a los países europeos, así como 13.000 millones de dólares para reactivar sus economías. En un inicio, esta ayuda consistió en el envío de alimentos, combustible y maquinaria, y más tarde en inversiones en industria y préstamos a bajo interés. Los dos países que más asignaciones recibieron fueron el Reino Unido y Francia. Italia y Alemania también recibieron importantes ayudas, a pesar de que habían sido enemigos de Estados Unidos durante la guerra.

El plan fue ideado por el Gobierno del presidente Harry Truman (1945-1953), durante cuyo mandato empezó la Guerra Fría. Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y la URSS empezaron a rivalizar por extender su influencia global. Truman lanzó la llamada doctrina Truman, que consistía en apoyar a los países de Europa occidental para evitar la expansión soviética por el continente. La doctrina se inauguró en 1947 dando apoyo militar a Grecia y Turquía, dos países en los que la URSS trataba de influir.


Como parte de esa estrategia, el Plan Marshall pretendía apoyar la reconstrucción de los países de Europa occidental para frenar a la URSS. El plan tuvo resultados satisfactorios: el Reino Unido, Francia o la República Federal Alemana ya habían reactivado e industrializado sus economías en 1951. Además, una vez se recuperaron, estos países se unieron al bloque capitalista y a la OTAN, aliándose con Estados Unidos durante la Guerra Fría.

La URSS reaccionó estableciendo una esfera de influencia en el este del continente restringida a las ayudas estadounidenses. La rivalidad entre ambas potencias comenzó en Alemania, país dividido entre los vencedores tras la guerra. La mitad occidental del país, la República Federal Alemana, recibió ayudas estadounidenses, mientras que la mitad oriental, que se convirtió en la República Democrática Alemana, permaneció en la órbita soviética. Pronto, esa división atravesó todo el Viejo Continente para imponer lo que Churchill definió como “el telón de acero”, la línea física e ideológica que separó al bloque capitalista del bloque comunista durante toda la Guerra Fría.

«Ha llegado la hora de que Estados Unidos prepare y ponga en marcha el equivalente, en estos momentos, de un plan Marshall para Latinoamérica». Ésta es la propuesta del ex secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, para resolver las relaciones de Estados Unidos con sus vecinos del Sur. Se trata de seguir el ejemplo de las Administraciones estadounidenses hacia Europa tras la II Guerra Mundial, que significó el afianzamiento de los lazos entre Washington y sus aliados europeos.

El más importante acontecimiento de la reciente cumbre de las democracias industriales, celebrada en Bonn, no fue adecuadamente analizada por los gobernantes allí presentes ni recibió la cobertura informativa que merecía. Se trata de la carta firmada por 11 jefes de Gobierno de los principales países de Latinoamérica, en la que se solicitaba ayuda a los reunidos, habida cuenta de que los «graves problemas» de la crisis latinoamericana no pueden ser resueltos únicamente por los naciones que los padecen. La respuesta de las democracias industriales fue protocolaria y evasiva. Se felicitaban, simple mente, por el hecho de que los problemas de la deuda latinoamericana «aunque lejos de estar resueltos, se están tratando con flexibilidad y de forma efectiva». En lenguaje corriente, esto no quería decir más que los países reunidos en Bonn no iban a adoptar ningún tipo de acción de carácter gubernamental. La reiteración, sin em bargo, de consignas familiares no puede cambiar la realidad de los hechos, a saber, que cuando los presidentes de los principales países latinoamericanos hacen oír su voz de forma conjunta y son ignorados, están amenazadas las relaciones políticas a largo plazo en el hemisferio occidental.

¿A qué crisis se están refiriendo estas naciones? Para Estados Unidos y para la mayoría de las democracias industriales, el problema no es otro que el excesivo endeudamiento de estos países de Latinoamérica, que pretende ser resuelto, por parte de las democracias occidentales, mediante métodos financieros tradicionales. Pero para los vecinos del sur de los Estados Unidos, la cuestión representa nada menos que la supervivencia de sus instituciones políticas. La Administración estadounidense se ha félicitado repetidamente por la expansión de Gobiernos democráticos en Latinoamérica. Pero la pregunta clave, a este respecto, es si estas democracias pueden sobrevivir frente al dramático deterioro del nivel de vida que les es impuesto, y si la falta de esperanza de salir de esta situación no podría generar un populismo que rechace tanto la libre empresa como las relaciones de cooperación del hemisferio occidental, y esto incluso an tes de que las tendencias del mercado, sobre las que se basa una teoría económica ortodoxa, pueda ofrecer las inversiones ne cesarias para el desarrollo. Una vez que el proceso de radicalización haya comenzado, es más probable que incluso una política constructiva estadounidense lo acelere que el que se produzca el proceso contrario.

Si Estados Unidos espera de masiado tiempo, se dará. cuenta de lo peligroso que resulta fijar la atención tan sólo en las presiones populistas o contrarias al libre mercado. Si esto llegase a ocurrir, los Estados Unidos se encontra rían en una situación política de fensiva en su propio ámbito geo gráfico y, ciertamente, su presencia en el resto del mundo entraría en declive, al igual que su capacidad para concebir una política global creativa.

No es por casualidad que Fidel Castro se haya referido recientemente a la crisis provocada por la deuda latinoamericana en lo que, para él, son términos relativamen te moderados. Fidel Castro contempla este problema como una oportunidad para erigirse en el portavoz de un agravio compartido. Ser el paladín de la causa de los países latinoamericanos endeudados permite a Castro, al mismo tiempo, conseguir una respetabilidad en la zona y proseguir su tarea revolucionaria minando las relaciones entre Estados Unidos y sus vecinos del sur.

Ignorar o trivializar el llamamiento de los presidentes latinoamericanos es, por tanto, extremadamente peligroso. En Brasil y Argentina, tan sólo el pago de los intereses acumulados es probable que represente al menos el 45% de los ingresos obtenidos de las exportaciones; en cuanto a México esta cifra se sitúa justo por debajo del 40%. Esto nos conduce al resultado paradójico de que la conversión de países en vías de desarrollo en países desesperados y sin salida pasa por las inversiones que realizan los exportadores de capital.

No discuto la validez que, en términos financieros, pueda tener este análisis. Lo que pongo en cuestión es su prudencia y viabilidad políticas. Los Gobiernos latinoamericanos, en su mayoría, han respondido a la crisis con valentía y resolución: un buen ejemplo de esto lo constituye el drástico programa de reformas recientemente anunciado por el presidente argentino, Raúl Alfonsín. Pero no son los bancos ni las entidades financieras internacionales los que, fundamentalmente, han originado el fracaso de las negociaciones sobre la deuda latinoamericana. Tales instituciones han llegado al límite de lo que, con sus condicionantes particulares, organismos financieros de este tipo pueden aceptar, o de lo que las propias normas de las entidades internacionales pueden permitir. El presidente del Banco de la Reserva Federal Estadounidense, Paul Volcker, ha luchado heroicamente y desde una posición de cuasisoledad con estas cuestiones en el seno de los organismos dependientes de las Naciones Unidas. Pero las instituciones internacionales no pueden llenar el vacío creado por la inactividad de los Gobiernos occidentales, que pretenden mantenerse aparte de un proceso que puede afectar crucialmente a la estabilidad política del hemisferio occidental.

¿Qué habría ocurrido, a finales de los años cuarenta, si América hubiera adoptado frente a Europa la línea de actuación que ahora pretende seguir con respecto a América. Latina? ¿Qué habría ocurrido si George Marshall hubiera pretendido que la solución para salir de la crisis económica en aquellos momentos era que Europa produjese más de lo que consumía, que importase más de lo que exportaba, que se recortasen los prestaciones sociales y que todo el crecimiento fuese generado gracias a los recursos propios de cada país?.

Las acciones emprendidas por Estados Unidos en aquella ocasión delimitan con claridad el marco de actuación: para preservar la democracia en Europa occidental, para vencer la desesperanza y ofrecer una salida, Estados Unidos llevó adelante el plan Marshall.

Esta prudente y perspicaz medida no fue un medio de escapar a la realización de las reformas precisas ni de obviar la responsabilidad a la hora de tomar decisiones difíciles. El plan pudo ofrecer la esperanza, y los medios, sin la que las dificultades pueden llegar a convertirse en desintegradoras a nivel político y en insostenibles desde una perspectiva moral. Así, se creó un entramado político que ha servido de base para las relaciones atlánticas desde hace 40 años.

Crear unas nuevas relaciones políticas

Con respecto a Latinoamérica, muy diferente es la actitud actual de Estados Unidos y del resto de las democracias industriales. Las cuestiones que son cruciales, de vida o muerte, para Gobiernos democráticos recientes son manejadas por banqueros y funcionarios internacionales, quienes, por muy perspicaces que sean, nunca tienen la suficiente autoridad ni la experiencia bastante como para diseñar relaciones de carácter político.

Y es, precisamente, la construcción de un nuevo esquema de relaciones políticas la necesidad prioritaria en este momento. Brasil, que está en trance de salir de una dictadura militar, tiene previsto celebrar elecciones legislativas dentro de 15 meses, así como las primeras elecciones presidenciales directas en un plazo algo superior a tres años. El centro político brasileño se encuentra dividido tras la trágica muerte del presidente electo, Tancredo Neves, el primer presidente civil en 20 años. En este período de dificultades, Brasil debe recibir un mensaje político, amistoso y esperanzado, por parte de su poderoso vecino del norte.

La aún reciente democracia argentina se encuentra en una posición comparable. El Gobierno recibe presiones tanto de los militares, recientemente apartados del poder, como de los peronistas con su récord de libertinaje, basado en empresas públicas y en una actitud antiestadounidense latente.

Y, mientras las instituciones mexicanas están mucho más firmemente asentadas, el país se resiente de las consecuencias del rápido crecimiento demográfico, la caída en los precios de los crudos y el proceso de transformación de una sociedad agrícola en otra de corte industrial.

Es preciso realizar, por supuesto, importantes reajustes económicos, y la mayoría de los Gobiernos latinoamericanos así lo reconocen. Pero, en definitiva, los sacrificios, para realizarlos, han de apoyarse en la esperanza, en una perspectiva clara de mejorar. El diálogo de Latinoamérica con los países acreedores, especialmente con Estados Unidos, debe ir más allá del mero recuento del pago de los intereses de la deuda y llegar al crecimiento económico y al desarrollo.

A ningún país en vías de desarrollo, incluido Estados Unidos en un momento anterior y comparable de su historia, se le ha exigido a la vez que inicie su desarrollo con el esfuerzo de su propio ahorro y que, a la vez, exporte capital. Sin un programa para el desarrollo del hemisferio occidental, no sólo se producirá, más tarde o más temprano, el colapso de la estructura deudora, sino que las instituciones latinoamericanas y la cooperación política en el seno del hemisferio occidental se verán enfrentados a graves riesgos.

Estas son las razones por las que Estados Unidos debe proponer actualmente el equivalente filosófico contemporáneo del «plan Marshall», que constituya un programa para el desarrollo del hemisferio occidental, capaz de aunar a los tres principales factores de esta crisis en una postura común: el Gobierno de Estados Unidos y, confio, los de otras democracias industriales, las instituciones financieras y los Gobiernos deudores.

Tres propuestas para una solución

En concreto, mis propuestas son: 1) Estados Unidos y otras democracias industriales deberían establecer un organismo para el desarrollo del hemisferio occidental, abierto a los países acreedores y deudores de Latinoamérica, con un plazo de tiempo fijado para las tareas a realizar, de cinco a siete años, por ejemplo. Para reducir el impacto presupuestario que repre sentaría la creación de este organismo, la financiación del mismo podría llevarse a cabo gracias al crédito de las democracias indus triales para conseguir fondos en los mercados internacionales de capitales, de forma que un dólar de capital suscrito pudiera, de hecho, servir de aval para la consecución de más dólares para nuevos créditos. De esta forma, se prestaría, no se daría gratuitamente, una herramienta a aquellos países en vías de desarrollo que participasen en el programa. Para impedir que el coste de los nuevos in tereses incrementase excesivamente el volumen de la deuda, los fondos se prestarían a un tipo de interés bajo y fijo. Cualquier diferencia que se produjese entre el coste del plan de préstamos y este tipo de interés se añadiría al principal y sería reembolsado mediante un nuevo plan de pagos.

2) Los países deudores deberían tener la oportunidad de participar, país a país, con condiciones adecuadas a sus circunstancias específicas. El incentivo, en este caso, será el darse cuenta de que ésta puede ser su última y, ciertamente, mejor oportunidad para conseguir el objetivo de un crecimiento autónomo. La mayoría de las reformas que ahora exige el Fondo Monetario Internacional son, en realidad, esenciales para conseguir la recuperación económica. La dificultad estriba en que el tiempo que se concede para la realización de estas reformas es demasiado corto como para permitir la edificación de la infraestructura requerida para llevarlas a cabo. Tales programas de reforma obligan a que economías altamente dependientes de los préstamos exteriores y de las importaciones se ajusten, en un plazo de meses, a inferiores niveles de dependencia en los dos

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