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QUETZALTENANGO
Diario de Los Altos

La Catorce

Una mancha en la pared

Me encontraba en una de las mejores etapas de mi vida, aunque nunca llegué a sentirme amante de los lujos. Mi carrera de ingeniero apenas iniciaba, yo era todo un recién graduado; bien recuerdo que para ese entonces el único precio de mi éxito fue la pérdida de la mayoría de mis relaciones interpersonales: amigos, familiares cercanos y, de paso los lejanos, ahora estaban más lejos. A decir verdad, tenía muchos nuevos compañeros de trabajo en aquel tiempo, pero ninguno siquiera me llamaba por mi nombre, solo por mi apellido y, quisiera pensar que era por respeto y no por no saber nada de mí. Y de pareja, mejor ni hablar, que al respecto solo recuerdo bien que todas mis exparejas, seguían siendo eso, ‘ex’.

La casa que solicité ver, aquella residencia de mis caprichos, con las comodidades mundanas del día a día, era una casa diseñada para demostrar independencia y virilidad a quien se acercara. Una trampa de dormitorios y salones de un solo nivel, la que me cobijaría solo por el gusto de mantenerme más cerca de mi área de labores. Esa casa toda estática en su sobria cara frontal, pero con el «aleph» arquitectónico de sus cimientos en su interior, fue la fortaleza que me hizo quien hasta hoy fui…

De aquella rareza construida entre la arboleda encallejonada de la carretera principal, conservo en la memoria cada espacio vacío, cada medida entre mueble y mueble, el olor a resina de pino cerca de las ventanas abiertas, la textura de sus pisos de cerámica a sobre uso y, sobre todo, el color de cada pared. Apenas destacaban otras cosas a mi vista por la perturbada fortuna que había vivido, pero la mancha en la pared que, según mi agente de bienes raíces, decoraba la habitación principal, se robaba en su mayoría mi atención. No eran las telarañas en el alto rincón del techado, ni las baldosas grises entremezcladas que doblegaban la belleza de los baños impecables en blanco, solo una diferida muestra del poder del cosmos asomándose en forma de mancha.

-Es una mancha pequeña -me sugestionaba a mí mismo cuando por las mañanas la veía como vigilante de mi sueño. Sentía esa necesidad constante de sugerirme que no crecía día con día. Pensé que era de un color que pudiera asociar con la humedad de la casa en el área, pero no funcionó mi teoría porque entre veranos e inviernos permanecía y mutaba su color y forma según fuera el caso.

Algo de vivo había en ella que, incluso con las visitas esporádicas, nadie se iba ajeno de comentar sobre ella, sobre lo que fuera que la causara o sobre lo que parecía causar por detenerse frente a ella. Tenía a este residente para mi consuelo, porque cuando me desvelaba algún proyecto que llevaba a mi casa desde la oficina, recubría mi espalda, expectante, casi como mi sombra.

Comencé a notar que era demasiado el tiempo que le compartía en solitario a la mancha de la habitación, y debió ser propicio que, para ese momento, me moría de sueño y cansancio sobrado. Mi cuerpo en reposo pedía auxilio y yo seguía sin atender al síntoma. Solo sé que al ya despreocuparme de la mancha fue cuando realmente me debió preocupar más.

Por las madrugadas en que mi mente surcaba entre textos y decisiones al cálculo, me pareció claro lo que la mancha tenía preparado para el reproche. Me sentí un extranjero en el cuarto, un virus amedrentando dentro de un puro y sacro templo, solo porque la veía detenidamente. Entonces, al ver la hora transcurrida tras los diálogos en mutis con la pared noté lo mal que estaba todo, sentía esa mancha tan grande como densa y mi piel erizada por un miedo inocente que me recordaba al que de niño me provocaba la oscuridad. La reacción más espeluznante fue sentir casi un alma humana respirando a través de ese muro, en esa ocasión quedé cautivado al ver las agujas del reloj en mi muñeca, me indicaban que estuve contemplando ese lienzo por más de cuatro horas consecutivas, yo apenas percibí que solo había perdido la concentración por unos pocos minutos.

Cierta ocasión hubo en que, animado por mi periodo de vacaciones, me sentí revitalizado, le di vueltas al asunto de la pared con cierto escepticismo y tuve que dejar de lado las dudas para buscar la razón de ser de esa anomalía arquitectónica. Busqué en el exterior el lado opuesto al que se suponía que debía dar la mancha, barrené profundo convencido en que la broca de concreto me daría indicios, pero no fue así, solo me entraron mayores dudas, parecía existir un hueco entre la construcción del exterior y el interior que daba a mi alcoba. Lamento confesar que fue cosa de un día todo ese ímpetu debido a que a la mañana siguiente con piocha en mano busqué el agujero barrenado de la tarde anterior y hallé intacta el área completa. De llamar a la compañía de bienes raíces o al dueño original, a quién le amortizaba aún las cuotas, nadie me iba a creer lo sucedido. Decidí deprimirme de nuevo, aceptando entre confusiones y suposiciones que algo no iba bien.

El resto apenas tuvo importancia. Primero creí más correcto separar el estudio de mi cuarto, así que me llevé libros y escritorio con luces fuertes al garaje que tenía desocupado para reuniones de jardín eventuales, esto dio espacio a dejar despejada en su totalidad toda la pared. Luego, decidí que lo mejor era dormir en el cuarto aledaño que era el de huéspedes, quizá más pequeño, pero me brindaba una paz que añoraba desde meses atrás. A la vez, le empecé a mostrar un religioso respeto a aquella pared cuando asomaba por ahí, como si existiera compañía para mí que al mismo tiempo repudiara tener que encontrar.

Aquella cosa se quedó sola en la habitación y si alguno preguntaba por ‘eso’ empecé a sostener que era un lugar para mis vocaciones artísticas, pero no dejaba que nadie entrara ahí; así la mancha, la concurrencia y yo aprendimos a guardar metros de distancia. Y jamás me gané la confianza ni la comodidad de cerrar la puerta, me sentía extorsionado al no mantenerle bien ventilado, la angustia era peor al tratar de conciliar el sueño sin estar seguro de que le dejaba de par en par la ventana y la puerta. A veces llovía, pero el agua no entraba ahí, así que comencé a reflexionar si la misma naturaleza evitaba relacionarse con aquello y qué razones había para esto.

Mi mente jugó a que, si le daba esta marcada sensación de vacío a la pared, la humedad o lo que fuera se iría desvaneciendo, no obstante, jamás vi que se redujera. Con el tiempo la empresa en la que laboraba decidió darme oportunidad en otro departamento, oportunamente cerca de mi antiguo hogar y de la gente que ya había dejado de frecuentar por más de año y meses.

Y no quisiera recordar más cómo era pasar la noche en ese lugar; por último, tenía pesadillas donde esa mancha reaparecía de a poco en la pared que tuviera más cerca. Me volví un paranoico con el asunto de crear salidas imaginarias a mi vista de ese espectro sin forma ni dimensión. Incluso el día que hice las maletas para la mudanza, aproveché para asegurarme de que esa habitación fuera la última en desocuparse (ya que empecé a dejar velas altas de cera frente a ‘eso’ como devoto fiel) y que fuera la última que pudiera ver al desnudo, fue incluso un alivio físico el que percibí al lograr salirme de aquel cuarto sin atreverme a darle mi espalda y con la cabeza un poco agachada, por reverencia y olvido tal vez, ahora creo que fue por miedo en el estado más puro.

El desembolso económico de aquella hazaña lo pude sortear con mi nuevo salario y gracias a mis estrategias de vida en solitario. Me convencía a diario que quienes estuvieron desinteresados y lejos de mí en aquel tiempo no merecían mi aprecio ni mis consideraciones, astucia que me permitió no gastar mucho en reuniones con familia, amigos o mujeres.

Con el pasar de los meses, me enteré que el primer dueño decidió tirar abajo la casa de aquella arboleda, construiría un nuevo complejo habitacional sobre las ruinas. Así que al saber de la noticia me sentí enfermo de nostalgia y viajé a las afueras de la ciudad solo para encontrar los restos de ripio con salvaje inexpresión. Preferí cuidar mis pasos sobre los escombros como recreando un modelo matemático de la posición original de cada ladrillo y block, admirando con mi vista las formas rebeldes del metal enrevesado de los antiguos balcones y cimientos. Hoy ahí estaba yo…

Me sentí parte importante de lo que ahí descansaba, hasta que de pronto me invadió la necesidad de curiosear por donde se suponía que estaba la mancha en la pared de la habitación. Volví a recobrar un aliento de ansiedad por conocer la verdad detrás de ese peculiar espectro, sentirlo a mi merced, como un coloso mitológico vencido por la gracia infantil de la inocencia.

Y entonces, tras unos minutos de exhaustiva búsqueda, ahí estaba, dándome la cara, esa mancha que tantas veces me imaginé más grande, ahora reducida a un trozo de empolvado retazo, entero, pero vencido ante la gravedad del mundo. Sentí de pronto caer el telón de la noche aun llegando yo antes del crepúsculo. Tersa a mi impulso de voltearla, la mancha era la que pululaba de miedo ahora, sabía que ella me reconocía ahora. Mi curiosidad pedía a gritos que le diera la vuelta para saber lo que era en realidad, pero al hacerlo, fue la realidad la que me golpeó. Y de pronto ya era de día y yo ya no estaba ahí.

Escritor, editor, periodista, gestor cultural, investigador archivista, profesor de lenguaje, comunicador y tallerista. Nació en Ciudad de Guatemala en 1992. En 2011 creó su blog "Tulipanes de plástico", donde expone poemas, ensayos y cuentos de su autoría. Formó parte de las antologías «Frente al silencio -Poesía-», «Antología poética 20-30» y «Antología del Bicentenario de Centroamérica». Ha publicado los libros «Poemas de un disquete» (2017) y «Tulipanes de plástico» (2018). En la actualidad, finaliza sus estudios de la Licenciatura en Letras en la USAC; está a cargo de la editorial "Testigo Ediciones"; colabora como columnista y redactor para varios medios digitales; es profesor de enseñanza media de comunicación y lenguaje; además, dirige y trabaja en proyectos de artivismo y memoria histórica.

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