Descubrí a Mafalda a los diez o doce y, durante mucho tiempo, me ufané de mi capacidad de asociar casi cualquier aspecto de la vida a la historieta. En una tira, que recuerdo particularmente, Mafaldita le pregunta a Felipe si se da cuenta de qué pasaría si todo estuviera “aquí”. En la cabeza de Felipe aparece todo. La reforma agraria. Los Beatles. China. La Luna. Los viajes espaciales. Todo. Felipe se desmaya y Mafalda entiende que sí. Que Felipe se da cuenta.
Siento lo mismo con las redes sociales.
Estoy tan cerca de todo, que me siento turbada, a punto de colapsar. A un desbloqueo de pantalla de saber más, aunque es probable que después de leer, sepa menos. A cada poco, me muerden los clickbaits y las noticias escandalosas de crímenes horrendos que suceden tan lejos que se me olvida que la realidad aquí es una continua pesadilla.
Esquivo lo más que puedo las noticias sin sustancia, pero con frecuencia, algo me atrapa. Así descubrí que las vacas no pueden bajar escaleras y que las “curitas” fueron inventadas por un hombre que estaba harto de curar las manos de su esposa. También me ha pasado que busco el review de alguna película que quiero ver en Netflix y acabo viendo videos de reptilianos e illuminatis y tesis de cómo se hicieron los dueños del mundo.
Esa es la parte entretenida. Lo que de verdad me preocupa es la desinformación. El hecho de que cualquiera pueda escribir no significa que cualquiera deba hacerlo. Todo dato informativo debiera tener argumentos que lo sustenten, pero allí vamos, compartiendo cadenas sobre el SIDA que le inyectan a las naranjas en Venezuela y cómo el comunismo 2.0 se va a apoderar del país, si permitimos que se empiece a impartir justicia.
Y eso me trae a esto:
Creo que internet es el abuelo de Miguelito, pero debiéramos, en la medida de lo posible, evitar ser el Miguelito que le cree ciegamente al abuelito.