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La Catorce

Blog | Fresas: de vez en cuando, Margarita florece

Andrea bebe un batido que sabe a miedo y a ganas de llorar. Siente las semillas de fresa entre los dientes, el líquido bajar por su garganta y el tatuaje de su antebrazo se encoge, completamente erizado. Se pregunta si ya le vino y se responde que sí, sacudiéndose con el pelo las ideas. Se cuestiona si se siente bien, sonríe y se llama tonta, saliendo de la tienda, tratando de olvidarse del asunto.

Carlos, haciendo un batido, tiene pánico. Ha sido tocar una fresa –para tratar quitarle un cabello- y sentirse atrapado. El otro empleado de la tienda lo observa y con un movimiento de cabeza le pregunta qué le pasa. Carlos le responde con otro movimiento de cabeza que nada, enciende la licuadora y observa el tatuaje del brazo de la chica frente al mostrador, que espera por la bebida.

Genaro, conductor de camión, y sus ayudantes, Beto y el Chino, regresan a la Hacienda Cielo Triste, más aliviados, después de dejar el cargamento de frutas en la capital. Siempre es lo mismo cuando cargan las fresas. Irse meditabundos, balbuceando canciones tristes y pensar en sus familias en la ida. Nunca lo comentan entre ellos, aunque hace mucho don Genaro lo habló con el encargado de cosecha de Cielo Triste, Lencho, y él le dijo que también se sentía compungido y con miedo cuando metía las fresas a los costales. Luego se vieron a los ojos, y suspicaces, volvieron a hablar del ruidito que hace el camión cuando va de bajada.

La esposa de Lencho, Clara, odia las fresas. Hace mucho no las consume y, si no fuera porque sus hijas las adoran, no las volvería a tocar. Lencho lleva un par de veces por semana algunas fresas en su mochila. Las niñas se las comen en cuanto están limpias y por las noches lloran hasta quedarse dormidas como si algo les doliera. Clara le dice a Lencho que algo tienen las fresas y Lencho le dice, chasqueando con la lengua, que son inventos de ella, que no le quiere lavar las frutas a las niñas.

Los jornaleros de Cielo Triste la pasan mal. Sobre todo los de la parcela del fondo. Al arrancar las fresas de sus tallos, sienten patadas en el corazón los más débiles y cosquillas de miedo en la nuca, los que se dicen valientes. No hay día que no se vea alguna mujer llorando cuando recoge las fresas. Todos piensan en lo lógico: Otra que le pegó el marido.

Ligia desprende con la uña una fresa, pero al jalarla siente ligera resistencia. Se acerca al tallo y encuentra la fresa atravesada por un cabello enredado en la planta. La limpia lo mejor que puede, aunque las lágrimas, que brotan incontenibles, no le dejan ver que no lo ha hecho por completo.

En el carro, Andrea siente algo atorado entre los dientes. Con sumo cuidado, junta sus uñas y encuentra el cabello. Le dice a su papá que se muere del asco. Don Fernando se ríe, le responde que lo tire, que no volverán a la tienda de batidos y gira en la calle de las oficinas generales de la policía. Frenan un par de cuadras después, por un semáforo en rojo, frente a una casa que parece abandonada. Sin embargo, un hombre con gafete colgando del cuello toca la puerta y don Fernando observa detenidamente, preguntándose qué puede ser esa casa. Sus ojos se topan con los del que toca y regresa la vista al frente, un poco avergonzado.  El semáforo se pone en verde.

Jorge regresa de su almuerzo. Golpea la puerta de su oficina y se revisa los nudillos. Diminutas cáscaras de pintura vieja le quedan siempre que lo hace. Al echar un vistazo alrededor, distraído, se encuentra con la mirada de un hombre que parece interesado en él y la casa. En eso, le abren.

Entra, intentando limpiar con una servilleta la sonrisa de refresco que le quedará un par de horas en la boca, y abre el folio que revisa esa semana. En una de las muchas cajas que hay desperdigadas, hay otro, con hojas amarillentas, con el título a medio borrar, que dice Cielo Triste.

Margarita lo conoce a detalle. Regresaba de acarrear agua con sus hermanos cuando se encontró con el caserón lleno de verdes. Los llevaron al fondo de la parcela. Allí ya tenían gente en la tierra, nadando en sangre. Llevaron a su papá, su tío, su hermano, su primo y los pusieron a cavar profundo. En eso terminaron con resto. Vio a sus primas, llorando histéricas, orinadas, y a los verdes pasándoles el cuchillo en el pescuezo. Fue la última de las mujeres. Cuando le tocó, ya no lloraba, solo estaba triste.

Ahora hay un inmenso sembradío de fresas encima. Las coordenadas del folio lo confirman. De vez en cuando, la tierra se acuerda y trenza cabellos de Margarita y su familia en los tallos de las fresas, que crecen con miedo y saben a pánico. De vez en cuando, Margarita florece.

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Guatemala 1988. Estudia Lengua y literatura en la Universidad del Valle de Guatemala. Sus cuentos han ganado diversos premios en certámenes universitarios, interuniversitarios y nacionales, entre ellos, el primer lugar de El Palabrerista en 2016. Editorial Extracto publicó una compilación de cuentos Historias incompletas (2017), mismo año en que se publica su primera novela, El año en que Lucía dejó de soñar, con editorial Santillana. En el 2018 publica su segundo libro de cuentos, Casa de Silencios, con editorial Los Zopilotes. Su trabajo ha sido incluido en antologías universitarias, como la Revista de la USAC de manera impresa, y en la Revista Brújula de forma electrónica. Algunos de sus cuentos también aparecen en Te Prometo Anarquía. Publica regularmente en El Mierdiario, su blog personal.

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