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La Catorce

Crónica de un desayuno que casi termina en tragedia

El sábado empieza espantoso. A lo mejor no debí salir de parranda con Andrea, una de mis mejores amigas, hasta las mil, sabiendo que tenía clase a primera hora en la universidad. Pero como vivo al filo del peligro, me digo «a lo hecho, pecho» y me levanto, dormida de brazos y sienes, tempranísimo, me baño y tomo dos horas y media de clases de las que no recuerdo más de una frase y creo que, de hecho, fue un chiste mío. Vuelvo en Uber a casa, porque le prometí a Andrea, que me espera bañada, más descansada aunque medio adolorida, un desayuno decente que nos sacuda el calor del alcohol que todavía tenemos atrapado entre pecho y espalda y nos dé un par de horas de charla amena al calor de unos frijolitos volteados semiaguados. El restaurante cierra a las once y voy un poco tarde, así que, al llegar, dejo mi bolsón en la cama, le pregunto cómo está, nos tocamos la cabeza pareando nuestra comezón gomística y salimos a la calle. Andrea lleva un vestido sin bolsas y en la mano su billeterita de conejo, su teléfono y yo unos jeans medio sucios en los que me cabe la mitad del teléfono y el suéter de la U. Lo siguiente que recuerdo son solo fragmentos…

  1. Andrea se queda un paso atrás y dice algo que no escucho muy bien porque lo ahoga un bocinazo.
  2. Volteo y la cabeza me estalla. Un tipo la tiene tomada del brazo, y la veo a ella pugnando por zafarse de él.
  3. Escucho la palabra «bombazo» salir de la boca del tipo. Entonces, camino el paso que me separa de ambos y empujo al tipo con la fuerza que lleva mi cuerpo con el envión de ese pasito, justo cuando veo que otro, a un metro de nosotras, espera, como viendo el paisaje, subido en su moto.
  4. Mi empujón hace trastabillar al tipo un par de pasos hacia atrás y empuja a Andrea a la pared. El tipo (un niño, tal vez de quince, tal vez dieciséis. Tal vez malnutrido y con veintiuno), nos ve, como destanteado y escucho murmullo de gente, que se ha parado a ver, sin decidirse a ayudarnos.
  5. El tipo se sube a la moto y se van, gritando algo que tampoco escucho.

El reloj no se ha movido ni un minuto y la cabeza ya no me estalla, pero tengo ganas de llorar. Le pregunto a Andrea cómo está. Sus ojitos están acuosos, y me muestra sus raspones, mientras se frota con la otra mano la espalda. Le vuelvo a preguntar si está bien, porque necesito que me confirme que no pasa nada, que vamos a estar bien, y me dice que sí, que no me preocupe. Intenta reírse, pero la comisura de su boca se curva como diciéndome que quiere llorar. Le pregunto si le han quitado algo y me muestra la billeterita y el teléfono. Un tipo se acerca y el corazón me va a explotar. Tiene casco de motorista.

Nos dice que hay una cámara arriba. Que la pidamos. Que con eso podemos denunciar. Le agradecemos y veo alrededor. La gente cuchichea y nos mira. Dos señores en una panadería nos señalan y dicen «pobrecitas», moviendo la cabeza. Le pregunto a Andrea si tiene ganas de llorar y dice que no, aunque las comisuras de sus labios me siguen diciendo que sí. Llegamos al restaurante y nos sentamos, temblorosas y dice: «Te voy a dar un bombazo», me dijo el que me agarró–. Esa era la parte que no había escuchado. Por un mísero teléfono, le habrían dado un bombazo a mi amiga, pienso y me imagino lo que habría significado para nuestras familias. Como si mis pensamientos estuvieran en un proyector, Andrea dice, como entre suspiros, que estaba hablando con su mamita mientras caminábamos, que qué habría sido de su mamita. Comemos, no sé cómo. Me duele el pecho y mis manos tiemblan.

Salimos del restaurante y sé que también tiene miedo de caminar. Vemos a dos policías apostados en una puerta. Ahora paquéputas, pienso y el chasquido involuntario de su lengua, haciendo «mcht”, me confirma que seguimos conectadas. Caminamos de vuelta a mi casa, maltrechas, heridas. Al menos se fue la goma, pienso, frotándome las sienes… Qué bueno que aún tiene su teléfono. –Qué bueno que le pudo contestar a su mamita, le digo. Hay que aferrarse a la esperanza. Que no nos roben eso.

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Guatemala 1988. Estudia Lengua y literatura en la Universidad del Valle de Guatemala. Sus cuentos han ganado diversos premios en certámenes universitarios, interuniversitarios y nacionales, entre ellos, el primer lugar de El Palabrerista en 2016. Editorial Extracto publicó una compilación de cuentos Historias incompletas (2017), mismo año en que se publica su primera novela, El año en que Lucía dejó de soñar, con editorial Santillana. En el 2018 publica su segundo libro de cuentos, Casa de Silencios, con editorial Los Zopilotes. Su trabajo ha sido incluido en antologías universitarias, como la Revista de la USAC de manera impresa, y en la Revista Brújula de forma electrónica. Algunos de sus cuentos también aparecen en Te Prometo Anarquía. Publica regularmente en El Mierdiario, su blog personal.

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