La revolución inconclusa de la música
En enero de 1978, los Sex Pistols daban (sin saberlo) el último de sus shows terminando con su turbulenta gira por los Estados Unidos; al terminar el espectáculo el ‘frontman’ e ícono de la banda Johnny Rotten descargaba una infame pregunta sobre la audiencia: «¿No tuvieron alguna vez la sensación de que los engañaron?» Más que una pregunta Rotten lanzaba una confesión de lo que se venía gestando meses atrás.
En julio de 1977 el vocalista de los Pistols fue invitado al programa de radio The Punk and His Music un segmento especial de la estación londinense Capital Radio, durante el cual Lydon/Rotten expresó su frustración hacia las bandas punk que catalogó como carentes de imaginación y diversidad. La entrevista se intercalaba con la selección musical que el vocalista había preparado especialmente para el programa, una serie de discos que evidenció el gusto de Lydon por sonidos mucho más sofisticados y eclécticos. La audiencia quedó inmersa en una perplejidad gigantesca al escuchar canciones como “Sweet surrender” de Tim Buckley, y una seguidilla de artistas como Capitan Beefhart, Velvet Underground y Third Ear Band.
La aberración de estos sonidos hippies y progresivos finalmente desmentían el mito del punk que aseguraba que los primeros años de la década de los setenta habían sido (en términos musicales) culturalmente improductivos. Sin embargo, ese no fue el único mito que se destruyó esa noche. Al vulnerarse en el programa y presentarse como un ser sensible y crítico a la coyuntura, Lydon rompía con esa imagen de terrorista/anticristiano que Malcolm McLaren se había empeñado en construir (imagen que más tarde se canalizará en el sugestionable y agresivo Sid Vicious). Lydon no era entonces este anarquista antipatria que los tabloides describían y al contrario sonaba como una persona amable y accesible que aseguraba que le gustaba toda la música “como todo un hippie mariquita”, dijo McLaren cuando se le cuestionó sobre las declaraciones tan controversiales de su estrella más candente.
Las intenciones de Lydon de recuperar su imagen no se materializaron hasta meses después. Cuando acabó su gira estadounidense y aterrizó en territorio inglés. El vocalista vivía confinado en una especie de arresto domiciliario asustado por las amenazas y agresiones de grupos ultra patrióticos que decían que “le romperían la cabeza”, y así, lleno de frustración e impotencia, fue invitado a unas vacaciones de negocios por Richard Branson (una figura importante dentro de Virgin Records que veían en él un potencial inigualable) hacía la calidez de tierras jamaiquinas.
Esta fue la ocasión perfecta para que Lydon empezara a sentar las bases de su futuro, a cristalizar la intención de crear una nueva banda que fuera en sus propias palabras “antimúsica de cualquier tipo”. Apenas días después de la separación de los nefarios Sex Pistols. Después del viaje y de regreso en Inglaterra, Lydon no tardó en contactar a John Wardle (mejor conocido como Jah Wobble) para que tocara el bajo en su nuevo proyecto, y a Keith Levene guitarrista e integrante de la primera formación de nada más y nada menos que The Clash. La mezcla incomprensible de estos individuos se explicaba en su admiración hacía los sonidos reggae y dub, sonidos mucho más complejos de lo que los medios y la escena local se encargaba de destruir en sus discursos “contraculturales”; capas y facetas musicales extraordinarias que el punk en su limitada visión de diversidad no admitía decía Levene.
Esta unión daría como resultado a PiL. (Public Image Ltd) nombre tomado de la novela de Muriel Spark, Public Image. La traición estaba consumada; cuando la banda lanzó su primer disco, la perplejidad se apoderó nuevamente de los seguidores con crestas y chumpas de cuero, no podían creer lo que sus ojos veían, de un Rotten desaliñado y lleno de cicatrices físicas y simbólicas, la portada de PiL presentaba a un Lydon con corbatín y pelo engominado acompañado de la tipografía de la edición italiana de la revista Vogue. Esta era, sin lugar a dudas, la muerte de su alter ego, Johnny Rotten, y el nacimiento del aún más controversial John Lydon. En la primera aparición pública de la banda, Lydon descargó nuevamente contra la audiencia preguntándoles: «¿Qué han hecho ustedes hijos de puta mientras yo no he estado?». La gente vociferaba por los temas de los ya extintos Sex Pistols y Johnny silenció a la audiencia con un autoritario grito de: «Si quieren escuchar eso, ¡váyanse a la mierda!». ¡Esto es historia!…
Lydon, sin embargo, no estaba alejado de la realidad en ese momento. Pese a que el primer show de la banda trajo mucha más incertidumbre que certezas, y sin poderse conectar del todo con el público, el desarrollo de la música en general adoptó una posición experimental abrazando sonidos que de nuevo intentarían romper con los cánones del rock y el punk. Sonidos tribales y bajos profundos serían las bases que darían cabida al éxito de bandas como Joy Division y Talking Heads. Guitarras melódicas y sonidos espaciales y sintéticos eran otros recursos imperecederos que también se incluirían en repertorios de bandas como The Human League y más tarde U2. La naturaleza de la música ha sido entonces el romper con los sonidos que te influencian como artista creativo. Decía Capitan Beefhart que: «El que ama el sonido utiliza todo los sonidos”, algo tan cierto que se ancló a la utilización del estudio de grabación como un instrumento más y el uso de materiales que podías encontrar en tu habitación para crear facetas y estructuras musicales hipnotizantes, demoliendo con la efímera y agresiva identidad eléctrica de las guitarras de sus ídolos; estos recursos abrieron el camino para movimientos culturales que en ese entonces solo se gestaban en la mente de las bandas emergentes, porque no existe nada más arty que tratar de desdibujar las líneas del arte mismo, inundado de una conceptualización confusa para las capas medias y bajas; romperlo y llevarlo hacia un discurso mucho más inclusivo y popular (arte del pueblo para el pueblo).
Esto lo entendieron a la perfección los movimientos noventeros en la música. La escena hiphop de los noventa desafiaba a las grandes disqueras privilegiadas con sus sintetizadores y sus beats simples que se sostenían con la grandilocuencia del rap que hablaba de algo mucho más relevante para la sociedad: la envergadura de clase y la vulnerabilidad a la que se enfrentan los menos privilegiados.
Esos discursos de clase y esa crítica anticapitalista serían la plataforma para que bandas como N.W.A. tomaran relevancia y cimentaron los comienzos de leyendas como The Notorious B.I.G., 2Pac, Ice Cube, etcétera. Aún en la actualidad, se pueden apreciar los sonidos diluidos de los sintetizadores y beats simples enmarcados en las pistas de raperos modernos como Kanye West y Jay-Z, y así sucesivamente hasta lo que hoy en día conocemos simplemente como trap. He allí la importancia de la música contemporánea, he allí la importancia de YHLQMDLG [segundo álbum de estudio en solitario del rapero y cantante puertorriqueño Bad Bunny lanzado en febrero de 2020], sonidos que superficialmente pueden parecer simples, pero que entrañan una construcción histórica mucho más significativa de lo que aparentan porque provienen de una cultura de reinvención. Son sonidos que demuestran y perpetúan el derecho biológico de los jóvenes a sorprenderse y creer en los emplazamientos críticos en los que se gestan las revoluciones. Es que el estar íntimamente familiarizado con lo que se anhela destruir, es un sentimiento inherente a la juventud, porque su mundo no deja ver atrás con melancolía y, al contrario, su dinámica nos exige ir hacia adelante y cuestionarnos cada vez más los cimientos que nos han construido históricamente como individuos y como sociedad. Un ‘zeitgeist‘ político. ¡Esto también es historia!…
El triángulo de la violencia
De lo que más se le crítica al trap y al reguetón es su continuo uso de letras machistas y misóginas, un argumento con un peso proporcional a su falacidad, porque entender la violencia como concepto significa desenmarañar la estructura y los símbolos a los cuales está sujeta y desde los cuales se ejerce la misma, y no solo verla como el producto que se nos muestra en la superficialidad de las cosas.
Decía Pierre Bourdieu que: «El poder existe entre aquellos que lo ostentan y los que desean ostentarlo» (ya sea para destruirlo o bien reproducirlo). Vemos aquí tres elementos esenciales para entender la violencia. Primero, existen aquellos con poder, segundo los que están sometidos a él y por último el objeto de deseo de ambos que, para este caso, es el poder en sí mismo; la violencia es entonces el recurso de aquellos que lo ostentan para permear las oportunidades de aquellos que desean ejercerlo, porque el poder se puede entender como la potencialidad de vivir plenamente en el presente y en el futuro y puesto que esas oportunidades de desarrollarse no son indivisibles para el status quo la violencia se dirige al objeto de deseo.
En realidad, la violencia (a través de sus distintas estructuras) establece un vínculo comunitario (un odio unánime) que nos dice cómo debería funcionar la realidad desde pautas morales, éticas y del derecho jurídico. No obstante, la violencia no es algo consumado, al contrario es algo constante en el tiempo e implica la normalización de un mito que se convierte en realidad a través de la valorización que nosotros le damos a los símbolos que yacen sutilmente, en el subtexto de nuestras relaciones. Entonces, la violencia no puede ser reducida a acciones concretas (como un asesinato, un robo o las letras de una canción. Una llamada, violencia directa) y, por el contrario, debe ser entendida como una serie de estructuras interseccionales que, en ciertos aspectos, determinan el comportamiento humano, una violencia estructural.
Esta violencia estructural es un conjunto de instituciones que se centra en la negación de las necesidades y la refuncionalización de los individuos para que trabajen a favor de su sistema opresor, y se ejerce a través de un discurso que se materializa en los símbolos de los que hablábamos anteriormente o sea una violencia cultural. Ahora bien, la violencia cultural es innegablemente simbólica, porque para que exista debe haber un contraste, una contradicción directa y dicotómica, de lo que está bien y lo que está mal. La religión, el lenguaje, la música, la publicidad, etcétera, todas ellas son estructuras de símbolos valoradas desde nuestra individualidad y legitimadas (voluntariamente o no) en el imaginario colectivo, y es a través de estas instituciones que el poder puede utilizar una violencia mayor e incluso legalizada para que cumplamos con nuestro rol de seres funcionales para la sociedad.
Cuando hablamos de machismo entonces, hablamos de una institución que no necesariamente implica una violencia verbal o física y puede encontrarse hasta en la más mínima de las interacciones arbitrarias (normalizadas), las mismas que pueden existir entre un hombre y una mujer. Un ejemplo claro de esto es el hashtag #ComoHombres el cual fuera viralizado en el contexto del «Día Internacional de la Mujer» por la ola del feminismo actual, porque el fin del machismo es reprimir desde los recursos del poder (la violencia) las reacciones que provoca, generando una cultura opresiva, incuestionable y delegadora que nos prepara para la colaboración pasiva del metasistema opresor.
La relación del machismo y la música (independientemente de su género o temporalidad) es inexorable, porque el machismo es un sistema de dominación que ejerce su poder sobre todos nosotros, pero particularmente sobre las mujeres y ha existido desde el principio de los tiempos. Basta con avocarse a Yoko Ono y su estigmatización como la serpiente que envenenó a Lennon y terminó con la carrera de los revolucionarios Beatles, o bien, aquel episodio de los Sex Pistols en el que metieron a Nancy Spungen, novia de Syd Vicious, a un maletero y le dijeron al conductor del taxi que se fuera lo más lejos posible porque en el imaginario de la banda, ella era la culpable de los excesos y la decadencia del emblemático bajista. Se trata de dos situaciones separadas por tiempo y espacio, pero que convergen en una misma esencia, la violencia machista que existe en ambas. Pero la importancia de la relación entre música y violencia (machismo) no recae en el entendimiento de su construcción, sino en el cuestionamiento crítico de su ejercicio sobre nosotros.
«Ser mujer significa sentirse femenina, expresarse de manera femenina y (por lo menos, por ahora) reaccionar contra lo que ‘se supone que debe ser’ una mujer», escribió Ana DaSilva, poetisa portuguesa integrante de The Raincoats, una banda feminista armada por Gina Birch, Palmolive (ex integrante de The Slits) y Vicky Aspinall, quienes a través de su música criticaron el sesgo medieval en cuanto la conciencia de género de la industria musical. Lo importante no es el discurso entonces, sino la manera como reaccionamos a él; la interpretación de los personajes y los roles que se ejercen dentro de la música no son un mero producto, sino la reproducción directa de la manera en que interpretamos el mundo y su realidad. Evidentemente, la violencia existe, el machismo existe y la violencia y el machismo en la música existen, pero esto no es algo endémico del reguetón o del trap, es algo que existe a pesar de ellos y a pesar del tiempo y, por ende, de nosotros.
Esto nos supera en nuestras dimensiones individuales porque es un sistema al que estamos sometidos y reaccionamos desde nuestro privilegio o bien la carencia del mismo. Por esto mismo es que no importa si las letras de Bad Bunny dicen “recuerdo cuando te la metí” o “ese culo se merece todo”, porque lo importante no es hacer un juicio moral de lo que dice, sino saber dónde posicionar la crítica, saber de quién y para quién se canta y cómo podemos reaccionar nosotros a estas letras.
En la canción Yo Perreo Sola la letra dice “antes tú me picheabas, ahora yo picheo, antes tú no querías, ahora yo no quiero. Tranquis, yo perreo sola”, algo que puede interpretarse como una mujer anteriormente sometida al sistema de dominación del machismo, pero que ahora sabe que no necesita la validez masculina para exteriorizar su deseo, porque entiende que no necesita el permiso ni la validación de un hombre para poder ejercer el poder legítimo que tiene sobre su cuerpo, algo que si se extrapola a la discusión globalizada de aborto legal y seguro adquiere una relevancia indiscutible. Al igual que Ana DaSilva, la mujer que perrea sola sabe que lo importante no es la construcción del machismo, sino combatirlo con reivindicaciones cotidianas que traigan consigo el anhelo de igualdad en el poder y la eliminación de la violencia como su recurso natural e imperecedero.
El fin de la música
Andrés Neuman escribió alguna vez que “fin” es una palabra estremecedora, porque es el tiempo mismo que nos devora y nos olvida. El fin es la última parte de un periodo, la predicción de un falso apocalipsis que se diluye en los múltiples shocks a los cuales nos somete el adoctrinamiento continuo de los sistemas de opresión. Sin embargo, existe una hermosa melancolía detrás de esta palabra tan abrumadora, porque las nuevas generaciones que creen en los emplazamientos críticos desde los cuales se gestan las revoluciones, saben que después del fin solo existe el comienzo de algo nuevo.
Por fortuna, la palabra fin también significa objetivo y el objetivo de la música no es agradar a los grupos consumistas y aletargados de la industria musical, el fin de la música (y del arte en general) es despertar una conciencia más allá de las visiones tan empobrecidas de aquellos que creen tener la verdad absoluta, romper con esas estructuras que nos han enseñado a comportarnos y anhelar ingenuamente que la crítica es posible, que el desaprender es posible y que el cambio es ahora y está a nuestro alcance. Si el trap o el reguetón no fueran de nuestro agrado, está bien, pero eso no significa que se puedan descalificar desde argumentos racistas, machistas y clasistas porque nadie está exento de los sistemas de dominación. YHLQMDLG es el presente y el futuro y basta con observar cuántas personas lo están escuchando en este mismo instante. ¡Es que esto es historia!
*Nota: Debido a la economía de la nota y la urgencia por publicar el segundo apartado puede parecer escueto, sin embargo, el profundizar en conceptos de «poder» es de nunca acabar. También es difícil profundizar en un tema que debido a mi privilegio masculino, no me compete discutir. Asimismo, la interpretación de la música de artistas como Taylor Swift y Katy Perry que por ser pop, es eminentemente (y equivocadamente catalogada como) femenina, pero hablar del pop desde mi perspectiva no armonizaba con la narrativa del texto. Si les interesa pueden avocarse a los textos de Foucault y Bourdieu sobre el «poder»; a Talcott Parsons y Max Weber para entender de «refuncionalización y violencia estructural»; y a Simon Reynolds para «el desarrollo histórico y contextual de la música». Por último, gracias a P.T. por el libro que inspiró el título y la esencia de esta nota. Gracias por el vaivén.
Colaboración y autoría de Jenner Santos. Periodista cultural, escritor y antropólogo guatemalteco; ha colaborado con análisis coyunturales para distintos medios digitales de Guatemala.